2017—Colaboración con Sara Avilez, Celugrafías por Carlos A. Ruiz
¿No debí?
Foto de ilustración. Cortesía de Carlos A. Ruiz.
Me suda todo el cuerpo, no debí ponerme el traje negro con esta temperatura infernal, o bueno, sí, de alguna manera me estoy preparando para ir a donde debo ir. 

No debí irme temprano de la oficina, tenía la estúpida idea de que si salía antes de las 6 no me quedaría atascado en el tráfico, y como siempre, fui tan inepto de no considerar que esta ciudad siempre tiene embotellamiento.

No debí menospreciar los documentos que Martica, mi secretaria, la única que me aguanta —supongo que por el pago, dinero que hace que ella me ponga más atención de la que me ponen mis hijos a quienes les doy todo, me soportan—, me organizó minuciosamente por orden de mes, cuando yo los necesitaba por orden de cliente.

No debí comer ese salmón crudo para el almuerzo, mi esposa siempre me repite que no debo comerlo porque termino todo el día quejándome de la comida de mar, de la pesca, de los atropellos de los pescadores y de su impacto en el medioambiente, para luego terminar con un monólogo sobre la salmonella, de la cual no sé mucho, y que solo asocio al salmón porque tienen en común seis letras.

No debí ignorar la llamada de mi mamá. Irene se mantiene más pendiente de su hijo cuarentón que de su grupo de oración. A veces pienso que sus amigas, esas acartonadas, viudas de millonarios, están más con ella por su reputación y por ser organizadora de eventos de caridad en la élite, que por sus chistecitos e historias de cuando era una niña de bajos recursos en el Nordeste de Antioquia. Pobrecita, debe sentirse tan sola, que tiene que recurrir a su hijo psicorígido para tratar de llenar ese vacío que dejó papá cuando murió.

No debí aprovechar la única ocasión del día que estamos mis dos hijos, mi esposa y yo en la mesa, para regañar a Mateito por sus notas en Física. Ni siquiera yo era bueno en Física cuando estaba en el colegio, pero cuando te vuelves padre, automáticamente pierdes la memoria sobre lo malo que hacías o en lo que no eras bueno.

No debí rechazar a Lucía la noche anterior cuando quiso tener sexo —algo inusual en nuestro matrimonio de 20 años—, en lugar de acceder a lo que yo tanto quise antes y ahora no quiero, me volteé y dije que debía estar relajado para la revisión de unos documentos en la oficina, pero ¿quién estaría tenso después de una noche de sexo con su pareja? Creo que debería tomar algunas clases de mentiras con los compañeros de la oficina, que prefieren tener relaciones sexuales con sus amantes que con sus esposas.​​​​​​​
Foto de ilustración. Cortesía de Carlos A. Ruiz.
El sonido del pito de un carro interrumpe mis pensamientos, inmediatamente me acomodo en el asiento de mi auto y trato de enfocar el frente a través del parabrisas, adelanto un poco pero sigo escuchando el jodido claxon. Comienzo a desesperarme, dirijo la mirada al lado izquierdo, una anciana que tiene una camioneta que ni yo mismo podría manejar trata de abrirse paso, no sé si reírme o gritarle que se vaya de una buena vez a un ancianato. En el lado derecho está un hombre de más o menos mi misma edad, me mira y sonríe con una de esas sonrisas que anuncian en los comerciales de televisión, y yo le lanzo una mueca hipócrita mientras mi cerebro trata de controlar mis ganas de arrojarle lo primero que tenga al alcance. 

Continúa el sonido de esa bocina insoportable, y queda retumbando en mi cabeza como un zumbido de mosca, quiero pararlo pero no encuentro quién es el que considera que su maldito pito podría ser un sonido bonito en una orquesta.

Me encierro en mi pequeña burbuja, poniendo una franja entre los desgraciados de afuera y yo. Reproduzco un poco de música para disminuir el zumbido. Empieza a sonar la inmemorable guitarra de Hendrix con su Purple Haze: ‘’Is it tomorrow, or just the end of time?’’ y me siento tan despreciablemente desdichado que lo apago inmediatamente.

Por fin logro ver quién es el malnacido de la bocina y le doy una dosis de su propia medicina hasta que se desespera tanto como yo y consigo mi objetivo de molestarlo. Me río a carcajadas y bajo la ventanilla del auto para que vea cómo relucen mis dientes mientras él tiene el mismo zumbido que yo he tenido gracias a él durante los últimos cinco minutos. Se adelanta, me adelanto. Aprieta el claxon, aprieto el claxon. Se pasa el semáforo, me paso el semáforo. Me grita y le grito. Hace mucho no me divertía tanto, me río como loco y me imagino en una película donde pronto mi carro se volcará, quedaré atrapado entre el fuego y moriré mientras canto una canción que mis padres me cantaban de niño.

Ese puto gordinflón se orilla y se baja de su Chevrolet Sonic con un paso de seguridad con el que trata de disimular que era el más fastidiado en la escuela. Salgo del auto y me aproximo a él, y antes de que yo pueda decir algo, recibo un buen puñetazo en la boca. No me reconozco, mi antiguo yo sería un sumiso ante una situación similar, dejando que el miedo se apoderara de cada parte de mi cuerpo y permitiendo que todos me pasaran por encima. Recuerdo, incluso, que callaba y asentía cuando el mensajero justificaba su retraso de una hora diciendo que había tenido un pequeño accidente en su motocicleta, cuando yo muy bien sabía de sus hábitos en uno de los billares cerca a La Bastilla. Ahora, como por arte de magia, no soy ese.

Los golpes de ese que yo creía era un hombre lento por el peso, son más potentes de lo que imaginé. Lo disfruto, saboreo la sangre y lo miro enseñándole mi sonrisa, a la cual probablemente ya le faltará algún diente. Al principio traté de devolverle los golpes, pero luego me resigné y entendí que sería una suerte que uno de esos puñetazos me dejara inconsciente para siempre.
Foto de ilustración. Cortesía de Carlos A. Ruiz.
Me gustaría sentir la muerte, ver la supuesta luz y salir corriendo hacia ella, sin haber sufrido en un hospital mientras tu familia va desfalleciendo contigo. Me gustaría morir sin aviso. Me gustaría escuchar cómo los médicos tratan de salvarme y luego me pierden, y hablan entre ellos diciendo que fue una lástima, que no estaba tan viejo y que esas peleas por intolerancia son un mal en la ciudad mientras yo, corriendo hacia la luz, pienso que son unos hipócritas porque personas mueren a diario, independientemente de la edad y las circunstancias. Me gustaría morir ya.

Luego mi esposa, Lucía, conseguirá un nuevo esposo, que probablemente será mejor figura masculina para mis hijos que yo y no regañará a Mateito por algo que ni siquiera él puede hacer. Mi madre conseguirá una nueva amiga en mi funeral, la madre de algún amigo cercano, y ya no estará tan sola como cuando solo me tenía a mí. Martica sería asignada como secretaria al nuevo gerente de la empresa que será más mandón que yo, pero al menos no le pedirá consejos sobre cómo seducir de nuevo a su pareja. El mensajero será despedido, porque ya nadie más le creerá su cuentecito del problema con la motocicleta, pero eso le ayudará a darse cuenta de su adicción al juego, para después seguir un mejor camino.

Pienso que la vida sería muy bonita sin mí, a fin de cuentas es mi culpa que Luci ya no se sienta tan bella como antes porque no volví a ser ese hombre detallista y amoroso del que ella se enamoró. Es mi culpa que la empresa haya perdido ese inversionista millonario del extranjero, el cual no se sintió seguro con el proyecto de vías que le presenté. Es mi culpa que Camilo, mi hijo mayor, no hable nunca y se sienta inferior a todos sus compañeros de la universidad, porque lo he presionado demasiado para que estudie una carrera en la que no es bueno y ni siquiera le gusta. Es mi culpa que mi papá se haya muerto en un hospital, solo con mi mamá, porque yo no quise adelantar mi vuelo esa noche en la que le dio su segundo infarto. Es mi culpa quejarme tanto de ese dolor de espalda y haber pedido cita con mi médico de confianza, para que descubriera que tengo una enfermedad terminal. Es mi culpa tener cáncer de páncreas, y será mi culpa si no muero en las manos de este hombre en este momento.
¿No debí?
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¿No debí?

Cuando el deseo de vivir se desvanece ante los pensamientos, los recuerdos, el arrepentimiento, la desesperación y la euforia.

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