Don y Luz
   ¿Arrepentirme?, ¿por qué iba a hacerlo? Le he dado a la humanidad la posibilidad de obtener lo que durante siglos ha deseado: la inmortalidad. He conseguido vencer el miedo y la angustia que nos provoca a los seres humanos la conciencia de nuestra mortalidad y contingencia. He vencido a la muerte.

   No llamaría víctimas a mis anteriores cuerpos, al fin y al cabo, fue un intercambio, quid pro quo. Igual que yo ambiciono la vida eterna, otros ambicionan el dinero, el éxito, un nombre, o incluso, ser amados. De hecho, así empezó todo, por amor.

   Aún recuerdo cuando Don y yo paseábamos por este mismo jardín. Iba agarrado a su brazo, mientras daba torpes pasos apoyado en mi bastón. Temblaba: los ochenta años de mi primer cuerpo pesaban demasiado. Es curioso cómo habiéndolo hecho tantas veces, cuando es uno el que va a estar en la camilla, no puede evitar sentir miedo. Incluso ahora me pasa.

—Cómo ha cambiado —dijo Don mirando la estatua de Luz—. Cuando me la encargaste aún no lo sabía.
—Volverá a estar así —le dije.
—Solo espero llegar a verlo Lin.
—La operación es muy sencilla. Además piensa que también están operando a su jefe, todo saldrá bien—le contesté. Probablemente se estaba dando cuenta de lo poco romántico que resultaba realizar su gesta inconsciente en un quirófano.
—¿Pasamos ya? —me preguntó Don. Apretaba los puños como intentando coger fuerzas.
Vi cómo cogía su móvil y escribía un mensaje para Luz, tan solo dos palabras.
—¿Ella no lo sabe, verdad? —pregunté.
Don agachó la cabeza.
—En cuanto me recupere, empezaremos su tratamiento, no te preocupes. Una cosa antes de entrar. —Don —Me miró casi como esperanzado—. Tienes que firmar aquí.


   Por lo que me contaron, lo único que pidió Don durante la fase de recuperación fue que no hubiese espejos. También me dijeron que se pasaba el día mirándose las manos. Me hizo gracia, porque yo también lo hacía, supongo que con sensaciones muy distintas. Recuerdo que lo que más me impresionó fue la aspereza de aquellas manos: manos trabajadoras, fuertes y jóvenes.

   Me gustaba bajar al jardín, incluso con el cuerpo aún dolorido, me movía como no recordaba haberlo hecho antes. Disfrutaba observando a la antigua y futura Luz. Recorría cada línea de su cuerpo con la mirada. Buscaba qué la hacía tan especial, qué merecía tal sacrificio. Don nunca bajaba. 

   Me avisaron cuando se fue. Lo imagino a la puerta de Luz. ¿Qué siente un tipo de estos cuando se da cuenta de que su irresponsable generosidad lo ha dejado atrapado y sin salida? Probablemente solo confusión. La naturaleza es sabia, y lo muestra hasta en los más débiles. A él intentando explicarse y a ella horrorizada, incluso asqueada. ¿De verdad se pensaba que se iba a tirar a sus brazos?Seguramente lloro, de rabia.


   Esperaba que me viniese a ver, era cuestión de tiempo. Es más fácil culpar que aceptar. No había acabado de abrir la puerta de mi despacho cuando entró, pero al mirarme a los ojos se quedó callada. Bajó la mirada y apretó los dientes.

—Vengo a que soluciones esto —me dijo sin despegar la mirada del suelo.
—Esto no se puede deshacer —contesté.

   Me miró y empezó a soltar frases sin sentido, hasta que por fin, se quedó sin aire. Sus mejillas ardían en un rojo intenso, y le daban esa vida que la enfermedad se empeñaba en quitarle. Fue ahí donde vi, que había merecido la pena tal sacrificio. 

   Sin fuerzas se derrumbó en el diván. Me acerqué y puse mi mano sobre la de ella. No la apartó. Me miró a los ojos y los suyos se acristalaron, pero no dejó que ninguna gota se escapase. Estábamos tan cerca que podía oler el whisky que acompañaba su respiración. 

—¿Por qué lo has hecho? —me preguntó Luz. 
—Porque te quiero— le contesté. Era lo que quería oír. 

   Aparté el pelo de la cara y acerqué mis labios a los suyos. Nos besamos y aunque cada beso sabía más salado, la abracé y después empecé a desnudarla. Mi cuerpo parecía recordar el suyo, cada hueco, cada vértice. Recorrí todos y cada uno de ellos, hasta que por fin fuimos uno solo.
Cuando desperté ella ya no estaba.


   Aún así, me extrañó que el día del ingreso ella no viniese. Al fin y al cabo, el instinto más primitivo del ser humano es la supervivencia. Quizás por eso me decidí a visitarla. Cuando llegué a su casa fue Don quién me abrió la puerta. Tardé en acostumbrarme a verme. Sentía rechazo por ese cuerpo que tantos años me había soportado. Parecía un abrigo viejo lánguido en la silla. Luz descansaba en el sillón. Tenía los labios como si por ellos no hubiese pasado una sola palabra en días. Pregunté por qué no había acudido a la cita. Ninguno contestó. Allí se quedaban, con los días contados, enamorados.


Relato
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