El Cuenco celebra el fin del otoño 
con un festival mágico.

El viento otoñal envuelve a la escuela Waldorf “El cuenco” ubicada en un predio adornado con árboles rojizos y hojas crujientes frente a la rivera del río. Los suspiros de emoción impregnan el aire, anunciando la llegada del Festival de fin del Otoño. Esta festividad es un tributo a la naturaleza, al arte y a la unión comunitaria, donde estudiantes, maestros y familias se entrelazan para compartir el trabajo realizado en esta parte del año.
Al ingresar al predio de la escuela, destellos de luz me dan la bienvenida. Es un camino armado con pequeños faroles de vidrio a los costados, que me indican hacia donde tengo que ir. En el centro del patio, un improvisado auditorio aguarda su momento en penumbras. A su alrededor se acomodan modestos puestos en dónde artesanos y libreros venden sus productos. 
El primer puesto en el que me detengo es en el de los libros. Me llaman la atención las portadas de los libros infantiles porque utilizan una paleta de colores otoñales. No tengo duda que fueron meticulosamente seleccionados para esta festividad. “El hombrecillo de Otoño” es el que más me gusta porque en la portada tiene un arce colorado, junto a un duende que lleva un farolito como los que me recibieron en la entrada. “Los libros son de la editorial Antroposófica. Todos rítmicos y con valores” me cuenta la señora de pelo blanco que se acerca a mí, al verme interesada en todo lo que se exhibe. Compro algunos y me despido amablemente para continuar camino.

El segundo puesto es el de las muñecas más hermosas que vi en la vida. Por un momento quiero ser niña otra vez y pedirle a mis padres que me regalen una. Tienen características similares, rasgos faciales mínimos y están confeccionadas de elementos naturales como lana, algodón y vellón. Sus vestidos conservan la misma estética del otoño y me emociono al mirarlas. Algo dentro de mí recuerda lo hermoso de la niñez. Tomo una y la abrazo, la huelo, me impregno de su fragancia natural. Tiene el pelo de lana color bordeaux, viste una remera y una pollera larga marrón. Viene acompañada de una canasta con hongos también realizados de lana y vellón. “Rudolf Steiner, el padre de la pedagogía Waldorf, propuso que los juguetes destinados a los chicos no tengan formas definidas, para nutrir su imaginación. Por eso es que los juguetes Waldorf son simples. Los chicos pueden liberar su creatividad sin restricciones. No son esos juguetes de plástico con colores estridentes. Son distintos. Mirá como te emocionaron a vos” me cuenta la mujer que atiende ese puesto mientras mantenemos una pequeña charla y le digo que esa muñeca se viene conmigo. 

Miro los puestos de artesanías que dan vuelta al patio y respirar el aroma de la madera natural me sumerge en una experiencia sensorial que nutre mi espíritu y me conecta de alguna rara manera con la esencia primordial de la tierra. Me invade un recuerdo de cuando era pequeña y corría por el bosque de Cariló de la mano de mi tío. Un sonido me devuelve al presente, una banda comienza a tocar en una esquina. Se presentan y no logro entender su nombre, pero me atrae porque cuentan que hacen covers de canciones folk para niños en varios idiomas. Me acerco y a mi alrededor se agrupan familias expectantes, algunos niños festejan con ansias y me doy cuenta que ya saben lo que está por venir. Con los primeros acordes vuelvo a emocionarme y no entiendo qué extraña magia tiene el lugar. Tocan una canción en inglés, “In the kitchen by your side where I wanna be…” dicen y pongo atención, es una canción que relata las maravillas de cocinar en familia. Los niños la conocen y la cantan. Los adultos también. Cuando termina decido continuar camino entre los puestos y siento hambre, creo que es por la canción o porque el aire tiene aroma a manzanas y canela. 

Cerca del edificio de la escuela hay mesas ordenadas y están sirviendo mate y tartas de manzana con canela para compartir. Una mujer que aparenta tener mi misma edad se acerca y me da un mate y un pedazo de tarta, “Son las mejores de La Caleta y hoy las disfrutamos en Quilmes” me dice y le comento que vivo en Pinamar y hablamos de los proyectos fallidos de abrir una escuela Waldorf por la zona. Le cuento que soy profesora y Arteterapeuta y me lleva a recorrer la escuela y las producciones de arte de los estudiantes. En la primera sala hay expuestos trabajos en acuarelas de los más pequeños, los del primer septenio, les dicen. Entre los dibujos abstractos puedo ver un árbol que parece perder sus hojas, otro, tal vez el que más me gusta, intenta representar un duende con un farol, el hombrecillo de otoño, pienso. 
El otoño también está presente en la elección de los colores, los trabajos despliegan una variedad de tonos ocres y marrones que evocan los últimos destellos de vida antes de la llegada del invierno.
La segunda sala tiene esculturas en arcilla que hacen los más grandes, los del segundo septenio. Me detengo a observar una que parece representar a dos personas que se abrazan a un árbol. Pienso en cómo el árbol simboliza la fuerza vital, la estabilidad y la conexión con la tierra. Le pregunto a mi compañera de recorrido la importancia de esta figura en la pedagogía Waldorf y me cuenta que utilizan el árbol como metáfora de la vida por su capacidad de enraizarse profundamente en el suelo. Me dice que para ellos representa la necesidad de una base sólida y un sentido de arraigo en la vida. Las ramas del árbol se comparan con los diversos aspectos del desarrollo, como la creatividad, el pensamiento lógico, la imaginación y las habilidades sociales. Pienso que a medida que voy descubriendo cosas, estoy convencida de que quiero esto en mi vida.

La tarde va cayendo y comienzan a acomodar sillas frente al auditorio, adelante, en el suelo, están sentados niños con espadas y escudos, niñas con coronas de flores y maestras que corren de un lado para otro prendiendo farolitos para generar una atmósfera cálida y nostálgica. Durante más de media hora, los niños y adolescentes van pasando y representando diferentes obras, reconozco a Shakespeare y hasta “El Jardín de los cerezos” de Anton Chejov, me asombro y pienso en el meticuloso trabajo que realizaron las maestras adaptando esas obras para ser interpretadas en una escuela.

Se vive el final cuando todos los estudiantes vuelven a subir al escenario. Algunos cantan, otros tocan la flauta dulce, también hay algunos con violines y una jovén que usa una corona de hojas se acomoda para tocar el arpa. El evento se cierra con los niños entonando una canción en Inglés que comienza diciendo “I have a dream” y reconozco parte del discurso de Martin Luther King. 
Mientras las hojas caen, el evento termina entre abrazos, la promesa al viento de volvernos a encontrar y recordando la importancia de celebrar y cultivar el arte y la comunidad en nuestras vidas.

Crónica
Published:

Owner

Crónica

Published:

Creative Fields