El planeta Rojo

Tocan el timbre. Justo en el momento en que el insomnio y la culpa me despiertan de la siesta que no debería tomar, a las dos de la tarde con treinta y ocho grados. El vaho caliente que llega cuando al fin abro la puerta, me abraza como esas gruesas frazadas de polar que se guardan, enmohecidas, en algún placard. Es el saquito de lana que tu vieja te pide que lleves por las dudas, o el gorro y los guantes peludos que pican sobre la piel.  Afuera es el planeta rojo, hierve la tierra irrespirable y delante de las columnas de vapor hay un humano con la cara encendida. El jardinero. Con sus ojos verdosos y la barba pelirroja a medio crecer, un gorro estilo Piluso y la remera toda transpirada. Viene porque yo le dije que quería hablar de la poda del cerco y al verlo casi diluido bajo los rayos de ese ácido sol de la tarde, me pregunto para qué querría cortar un cerco en Marte, si ahí no crece nada, ni siquiera hay plantas. Pero hace frío en Marte. Es cierto. Marte es un desierto rocoso, repleto de volcanes inactivos donde un día dura un poco más que veinticuatro horas y un año seiscientos ochenta y siete días. Su suelo es rojo como Misiones, por la presencia de hierro, pero no hace calor. No hace calor, digo, y el jardinero se ríe de la ironía, porque cree que le hago un chiste. Entonces me pregunto si además de plantas conocerá algo de los planetas. O si las lavandas achicharradas del cantero son producto del nitrógeno de la atmósfera y no de la falta de agua. Tal vez el jardinero vivió en Marte en su vida pasada. Tal vez su inconsciente sabe que nos deshidrataremos lentamente con cada sequía y se está adelantando. Porque en Marte una vez hubo vida y luego todo se murió, hace millones de años. Como se mueren ahora mis plantas bajo el fuego amigo del centro del sistema solar. Y debe haber algo de eso cuando me pide que lo deje afuera, en la realidad, dice, mientras en mi universo sopla el aire acondicionado a veinticuatro grados. Adentro. En mi nave nodriza. Entonces quiero cerrar la puerta, esa compuerta hacia el espacio exterior irrespirable y volver con mi nave a la tierra, a una temperatura otoñal de veintipico, a lo sumo treinta graditos, a las lluvias y los campos verdes. Al aroma del pasto recién cortado y no al tufo quemado del que nunca se sabe quién fue que prendió el fósforo. Y a la tierra vamos, el jardinero y yo, en un cohete supersónico, sin escalas, sin cinturón de seguridad ni máscara de oxígeno, sin necesidad de presurizar la cabina. Volvemos al planeta tierra a toda velocidad cuando al fin me explica que el mes que viene aumenta un veinticinco por ciento sus servicios. En Marte no hace calor. Tampoco hay inflación.  
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El calor agobia. Hace cinco días que Buenos Aires se achicharra bajo las fauces de Febo, que no da tregua. Un viernes a las dos de la tarde, el c Read More

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