Flores pisadas
Me paré dentro un valle. A mi alrededor solo había naturaleza: lirios, árboles y un gran peñasco por el que se podía ver a lo lejos la ciudad. Olía pegajosamente dulce. Aquel paisaje era inofensivo para los ojos de cualquiera. Pensé que un sitio así me ayudaría a entrar en paz. Sin embargo no podía parar de dar vueltas. El sol se escondía de mí, entre las montañas, negándome la luz. Era un atardecer rojo  que tintaba mis manos, delatando cómo habían estado antes de ser frotadas con agua y jabón de coco. Notaba aún la tierra que se colaba entre mis uñas irritando la piel. Era una lacra, incapaz de sacarla toda aun cuando ya no estaba. De tantas vueltas que había dado por el valle, la mitad de las flores estaban pisadas, viscosas y muertas. Eran lirios blancos, que por la luz quedaban de un color rosado sucio.
De fondo había un cantar de los pájaros, esa melodía que se convertía en pequeños murmullos. Una sonata de piares acusatoria. Cuanto más me adentraba, más intensos sonaban, eran pequeños gritos dentro mi oreja. Hice un paso demasiado cerca y todos los pájaros cesaron su sonata hacia otra: el aleteo contra las hojas hasta dejar un silencio sepulcral. Aquel lugar que en un momento fue mi refugio, ahora me estaba atacando, no me quería, le había decepcionado.
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