La primera vez que me crucé con la paradoja, me pasé varios días con la mente pululando en busca de una respuesta imposible. Decía así:

La frase de debajo es cierta. La frase de arriba es falsa.

Los últimos días logré terminar de darle forma a la idea. Arrastrado por el peso de la tristeza y el dolor afilado de las emociones dormidas, esculpí la parte densa y oscura a base de trazos negros, manchando el blanco con la tinta borboteante de los recuerdos y el remordimiento.  Quise escribir, pero no lo hice.

Días más tarde, andando al ritmo de las nubes que empujan lejos la tormenta, y dejando que el sol de invierno me calentara los dedos entumecidos por el enredo de frío y papel, pensé que, fortuitamente, había esquivado las palabras, y el momento había llegado por su propia inercia. Quise escribir de nuevo, desde el vuelo de la sonrisa y la chispa en la mirada, y otra vez más, no lo hice.

Y aquí estoy ahora, creyendo que he encontrado el momento adecuado. Justo en el punto más bajo de la ladera de la montaña, paseando por el valle y respirando el rocío que duerme entre los pétalos de las flores que crecen colindantes al camino; me muevo observando los trazos, recordando la paradoja, y entendiendo que, de cierta forma, la inexistencia de una respuesta correcta ya es en si misma una respuesta. No soy el cielo azul, ni las gaviotas que planean sobre la brisa; ni tampoco el árbol chamuscado bajo el relámpago de la tormenta desbocada.

No sé que soy, y eso es lo que soy. No soy ninguna de las dos cosas, porque en las dos existo. Vamos y venimos, en ocasiones, de sitios a los que pensamos que nunca volveríamos. En otras, nos perdemos en nuevos caminos escondidos entre los árboles, persiguiendo las briznas de luz que se cuelan, traviesas, entre las hojas que bailan sobre nosotros. Y, encuentres lo que encuentres, siempre estarás de visita. Por mucho que quieras, no vas a poder quedarte, porque la vida tiene su propio movimiento y te arrastra con ella. Solo podemos confiar.